Carlos Alcaraz se encontraba en la cúspide de su carrera. A sus veintidós años, ya era considerado uno de los mayores talentos del tenis mundial. Su estilo agresivo, su velocidad y su energía desbordante lo habían llevado a conquistar Grand Slams, a disputar finales memorables y a ser comparado con leyendas como Rafael Nadal y Roger Federer.
Estaba en París, listo para disputar su siguiente encuentro en Roland Garros, el prestigioso torneo que había soñado ganar desde niño. Su rival sería el estadounidense Ben Shelton, un joven potente, con un servicio temible, que prometía un duelo electrizante. Las entradas para el partido estaban agotadas. Los medios internacionales hablaban de ello como el “choque del futuro del tenis”. Pero nadie imaginaba que, a tan solo unas horas del enfrentamiento, todo cambiaría de manera dramática.
Aquella tarde, Carlos estaba en su habitación en el hotel, revisando videos de partidos anteriores de Shelton, analizando su revés y sus movimientos al subir a la red. Su entrenador, Juan Carlos Ferrero, se encontraba a su lado, compartiendo algunas observaciones. Todo parecía estar bajo control. El ambiente era tranquilo, profesional, como tantas veces antes.
Entonces, sonó su teléfono.
—¿Carlos? —dijo la voz al otro lado, entrecortada, temblorosa—. Soy tu primo Raúl… lo siento, tengo que decirte algo horrible.
Carlos sintió que el tiempo se detenía. Su corazón comenzó a latir más fuerte, un mal presentimiento se apoderó de él.
—¿Qué ha pasado?
—Tus padres… tuvieron un accidente de tráfico. Iban camino al aeropuerto para volar a París. El coche… fue arrollado por un camión. Están en el hospital. En estado crítico. No sabemos si…
Carlos dejó caer el móvil. Se llevó ambas manos al rostro. Su respiración se aceleró. Ferrero, al verle, comprendió al instante que algo iba mal.
—¿Qué sucede, Carlos? ¿Qué ha pasado?
—Mis padres… —musitó con un hilo de voz—. Han tenido un accidente.
El mundo se desmoronó a su alrededor.
Los minutos siguientes fueron un torbellino de llamadas, lágrimas y confusión. La Federación Española de Tenis fue notificada de inmediato. Se organizaron contactos con el hospital donde estaban ingresados sus padres, ubicado en las afueras de Murcia. El equipo de Alcaraz consideró volar inmediatamente de regreso a España, pero los médicos aconsejaron esperar a tener más información precisa sobre el estado de los pacientes.
El parte médico llegó poco después: el padre de Carlos, Carlos Alcaraz González, había sufrido múltiples fracturas y estaba en estado crítico, con respiración asistida. Su madre, Virginia Garfia, estaba en coma inducido. El diagnóstico era reservado. Los médicos no se atrevían a hacer pronósticos.
Carlos no podía parar de llorar. En un solo día, había pasado de concentrarse en un torneo de Grand Slam a enfrentarse con la posibilidad de perder a sus dos pilares fundamentales.
—No puedo jugar mañana —dijo con firmeza mientras hablaba con la prensa, con el rostro visiblemente afectado—. No podré jugar mi partido de mañana contra Ben Shelton en Roland Garros. Acabo de recibir una noticia trágica: mis padres han tenido un accidente.
La noticia se propagó como pólvora. Las redes sociales se inundaron de mensajes de apoyo. Figuras del deporte, como Nadal, Djokovic, Federer, y otros compañeros del circuito, le enviaron sus oraciones y palabras de aliento. El propio Ben Shelton expresó su solidaridad:
—La familia está por encima de cualquier deporte. Todo mi respeto y apoyo para Carlos —escribió en su cuenta de Twitter.
Carlos pasó la noche sin dormir. En su cabeza se agolpaban recuerdos: los viajes con sus padres por los pueblos de España cuando era solo un niño, los entrenamientos bajo el sol, las horas de sacrificio que ellos habían hecho para que él pudiera convertirse en profesional. Recordó los días en los que su padre le repetía: “Lo más importante no es ganar, sino ser una buena persona”.
Al amanecer, tomó una decisión. Junto a su equipo, tomó un vuelo privado rumbo a España. Necesitaba estar al lado de su familia, sin importar lo que sucediera con el torneo.
Los organizadores de Roland Garros emitieron un comunicado oficial anunciando la retirada de Carlos Alcaraz del torneo por “motivos personales de fuerza mayor”. Fue el primer gran golpe para un evento que lo tenía como una de sus principales atracciones.
En el hospital de Murcia, Carlos entró con el alma en pedazos. Su padre estaba en cuidados intensivos, entubado, inconsciente. Su madre, conectada a monitores, parecía dormida, pero su rostro mostraba señales del trauma. Carlos se derrumbó en silencio a su lado, tomó su mano, y susurró:
—Estoy aquí, mamá. No me voy a ir. Todo va a estar bien.
Día tras día, permaneció en el hospital, acompañado de sus hermanos y de su abuela. La prensa respetó su privacidad en su mayoría, aunque algunos medios sensacionalistas intentaron capturar imágenes desde la distancia. Pero la historia no era una historia de deporte: era la historia de un hijo que no sabía si volvería a ver sonreír a sus padres.
Los días pasaron lentamente. Su padre mostró ligeras señales de mejora, mientras que su madre seguía en coma, sin cambios significativos. Carlos se negaba a perder la esperanza.
En una entrevista exclusiva una semana después del accidente, Alcaraz habló con voz entrecortada:
—He recibido miles de mensajes. Me han hecho llorar, me han hecho sentir acompañado. No tengo palabras para agradecer tanto cariño. Mis padres… ellos siempre han estado a mi lado. Todo lo que soy, se lo debo a ellos. Y voy a estar aquí hasta el final.
Los médicos finalmente informaron que su padre estaba fuera de peligro inminente. Aunque la recuperación sería lenta, las probabilidades estaban a su favor. Sin embargo, el estado de su madre seguía siendo incierto.
El tenis había pasado a un segundo plano. Carlos rechazó todas las invitaciones a participar en otros torneos. Se ausentó de Wimbledon. Las marcas patrocinadoras lo apoyaron sin presionarlo. El mundo del deporte entendía que había momentos en que la raqueta debía quedarse en el estuche.
Un mes después, algo extraordinario ocurrió. Carlos estaba al lado de su madre, hablándole como cada día, contándole historias de cuando era niño, cuando notó que su mano se movía ligeramente. Llamó de inmediato a los médicos. Fue un avance minúsculo, pero fue un avance. Días después, su madre abrió los ojos por primera vez desde el accidente.
Las semanas siguientes fueron de fisioterapia, de pequeñas sonrisas, de avances lentos pero firmes. Carlos, por primera vez desde París, sonrió con esperanza.
El 3 de septiembre, casi tres meses después del accidente, Carlos Alcaraz regresó a las pistas. Lo hizo en el US Open, en un partido que conmovió al mundo. El estadio Arthur Ashe lo recibió con una ovación cerrada. En su primer juego, al mirar al palco, vio a su padre levantando el pulgar… y a su madre, sentada en silla de ruedas, aplaudiendo con emoción contenida.
Ganó aquel partido en sets corridos. Pero más allá del resultado, lo que quedaba era el mensaje: el amor, la familia, y la fuerza del espíritu eran más grandes que cualquier título.
Al terminar el torneo, donde llegó hasta semifinales, Carlos ofreció un discurso desde el centro de la pista:
—Este no ha sido un año fácil. Pero he aprendido algo que ningún trofeo puede enseñarte: que lo más valioso que tenemos no está en la vitrina, sino en las personas que amamos. Gracias, mamá. Gracias, papá. Este regreso es para vosotros.
Y mientras el estadio lo ovacionaba de pie, Carlos Alcaraz alzaba la mirada al cielo, sabiendo que, aunque la vida le había golpeado con fuerza, él había respondido con el corazón de un verdadero campeón
